Atilio es un viejo maquillador de cadáveres español. Expulsado de su país por haber exhibido el cuerpo de un soldado del ejército fascista como payaso en su velatorio, vino a parar por casualidad a la Argentina. Aquí trabaja en el sótano de una funeraria y desarrolla su oficio como un verdadero artista. A partir del vínculo que establecerá con el cadáver de una celebridad, Atilio desnudará su soledad y la ternura que se esconde detrás de su carácter bruto y peleador. Al despedirse de su compañero y amigo, prometerá encontrarse con él del otro lado. Con todos los que han pasado por sus manos, se reirán de lo feos que son los otros.

Crítica de Moira Soto en Pan y teatro

Escuchá la crítica y el comentario de Moira Soto en el programa de radio Pan y teatro, social club (todos los jueves de 22 a 24 hs. en Radio Ciudad AM 1110).


Por Federico Irazábal de "La Nación"

Histrionismo para un público de velorio

José Luis, por algún motivo inconfeso, ha decidido suicidarse. Mientras vivía, supo ser un famoso actor, con amplia trayectoria en el cine nacional y partenaire de la Legrand, una hermosa mujer; el protagonista tiene ocasión, pues, de iniciar una serie de reflexiones y generalizaciones sobre todas las mujeres argentinas. José Luis se arrojó debajo de un tren la misma noche del estreno de su última película y ha quedado muy lastimado.
Por ello, Atilio, un maquillador de cadáveres, deberá desplegar su oficio para poder dejar el cuerpo en condiciones de ser velado a cajón abierto, mientras los productores del film usufructúan con la tragedia.
Esta es la anécdota que rige este unipersonal, en el que Alejandro Lifschitz despliega todo su histrionismo, al componer a un español radicado en la Argentina, con una historia personal tan intensa como vacía. Un pobre tipo cargado de verdades y principios que lo único que hacen es castigarlo y dejarlo en una soledad similar a la del suicida.
Por supuesto, una obra anclada en el universo funerario no puede sobrevivir, sino a través del humor negro, y permanentemente recurre a él para alivianar las emociones que despierta la situación de base.
Atilio conversa con los muertos de manera más natural que con los vivos. Cada llamada telefónica de uno de sus compañeros de trabajo lo ofusca, lo enoja. Sin embargo, con José Luis puede dialogar, dado que no se siente interpelado. Sus verdades pueden permanecer indemnes ante el silencio de sus cambiantes amigos.
Con una escenografía profundamente realista, con algunos pocos objetos de uso médico y estético, toda la responsabilidad recae en Lifschitz y en el muñeco que creó Norberto Laino, artista argentino que tiene una amplia experiencia en la creación de objetos antropomórficos, puesto que, recordemos, fue el escenógrafo de El Periférico de Objetos y de gran parte de los trabajos de Emilio García Wehbi. Y si bien no puede decirse que este muñeco despierte la sensación de realidad, sí está producido de modo tal que convoque a lo siniestro, en un mundo en el que las moscas amenazan con volver insoportable el descanso eterno del difunto.
Si bien hay momentos en que la escena parece detenerse y anclarse en ciertos tics innecesarios, el texto transcurre con fluidez. Lifschitz, además de conducir con habilidad el ritmo, logra despertar ternura en un personaje que, por definición, es sórdido, pero no tanto por su oficio o por sus rutinas, sino por sus propias represiones, que lo han dejado a un costado de la vida. Para Atilio no será necesario tirarse debajo de un tren, y tal vez el motivo por el que se lleva tan bien con los muertos sea precisamente porque él es uno de ellos, aunque todavía no se haya enterado.
Calificación: Buena

Link: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1238040

Por Ana Clara Bérgamo del "Leedor"

El peor de los públicos, aquel que se sienta una hora a presenciar un espectáculo pretendiendo que le den todo y luego se va silencioso, se esfuma, para dar lugar a otros que ocuparán las mismas butacas durante una hora y se marcharán. Aquel que llenará las salas de los cines porque su protagonista se ha suicidado. Aquel que, según Atilio, va a visitar a su difunto familiar, lo observa por un rato y luego se va y su trabajo queda perdido una vez cerrado el cajón.

El peor de los públicos es una puesta original que abre diferentes interrogantes que terminan teniendo un hilo común.

Atilio comparte su soledad, en el sótano de la funeraria donde trabaja, con cada cadáver que le entregan para maquillar. Reflexiona, desde un humor negro, en ese espacio descascarado, húmedo, y se percata que tiene más vínculo, más cercanía con los muertos que con los vivos. Y que su existencia en el mundo de los vivos es más complicada que la de los muertos, por algún motivo ellos nunca retornan. Reflexiona sobre el exilio por la Guerra Civil que lo trajo a la Argentina, donde no parece estar muy cómodo. También reflexiona sobre su devaluado trabajo, el que le fue heredado por su padre, un arte poco apreciado y que se pierde una vez cerrado el cajón. Llama al resto de sus colegas carniceros, y tiene la esperanza de que en algún momento su trabajo vaya a ser reconocido, quizás con la remota idea de que los muertos que él maquilló se reconozcan entre ellos en algún lugar donde estén.

Atilio nos permite conocerlo por intermedio del vínculo que establece con el mal herido cuerpo de un muerto que le ha sido encomendado embellecer y que resulta ser el de un famoso actor de cine que se suicidó luego del estreno de su última película. La acción de Atilio se despliega, en el espacio reducido del viejo sótano, y se reparte entre recomponer el cuerpo destrozado del muerto, su vínculo con éste a partir de que se entera de quién es y sus conversaciones telefónicas con el dueño de la funeraria, que van variando de tono. Este español cabrón que llega a ser enternecedor, es interpretado por Alejandro Lifschitz en un excelente trabajo de composición bajo la dirección de Andrés Binetti. Ambos comparten la autoría y la creación de este universo ficcional que nos lleva a transitar lugares diferentes entre la carcajada y la melancolía.

El peor de los públicos se toma el atrevimiento de jugar en primer lugar con un tema fuerte como es la muerte y hacerlo dialogar a partir del humor y la reflexión con otros temas como la soledad, el exilio, la recepción. Es una mirada diferente sobre la muerte, sobre el vínculo con esta, que la corre del lugar común, trágico, solemne en el que se la suele colocar.

Sin embargo, a pesar de lo dicho, dudo de que éste sea el tema central, se lo podría ver como una excusa para hablar de otros temas, otros duelos, otras existencias. Quizás más que una reflexión sobre la muerte, lo sea sobre la vida, las relaciones humanas, la comunicación, la soledad.

Publicado en Leedor el 29-04-2010
Link: El leedor

Por Gabriel Peralta de "Critica Teatral"

El vinculo que crea el actor Alejandro Lifschitz con su imperturbable interlocutor es una de las claves para que la obra El peor de los públicos, del mismo Lifschitz y Andrés Binetti, dirigida por este último, atrape e inmiscuya al espectador en ese íntimo momento, en que una persona se encarga de preparar un cuerpo para ser exhibido en su funeral.
El actor le otorga tal carnadura a ese cuerpo inerte, que logra colocarlo casi a la altura de su trabajo: la forma en que le habla, las distintas maneras de manipularlo (en un principio con indeferencia, después sobre el final con un cuidado reverencial), los estupendos espacios para escuchar sus “respuestas”, hacen que de a poco se diluya la estructura dramaturgica de monologo, y se pase a una suerte de dialogo, aunque uno de los dialogantes ni abra la boca.
Por supuesto que lo que sostiene esta relación es la historia de vida de este hombre, que no cesa de contra su desarraigo, sus lazos familiares, sus ideales, y hasta su pensamiento sobre el sinsentido de la vida. También la obra se permite reflexionar acerca de la relación que se establece entre asistentes y difunto durante el velatorio.
El desgarrado cuerpo realizado por Norberto Laino aporta una cuota lúgubre a la obra. El diseño de luces y de escenografía diseñadas por Fernando Berreta crean un ámbito de una triste sordidez.
El peor de los públicos es una obra impregnada de soledades y humor negro, en que la ternura se empeña a salir entre las rasgaduras de las cicatrices.

Por Nadia Isasa de "Imaginación Atrapada"

Parece ser que existe un ¨diccionario de la muerte¨. Allí, se define a la tanatoestética como el conjunto de prácticas de conservación de los cadáveres, a corto o a largo plazo. Esto es, ¨lookear¨al muerto para su velatorio a cajón abierto, o embalsamarlo.
A eso se dedica Atilio, sólo que no sabe que así se llama su oficio. Se define como una especie de artista de la muerte, y llama carniceros al resto de sus colegas.
La tanatoestética es una propuesta agregada a los servicios fúnebres, presente en casas velatorias de determinado estatus. Arriba del taller de Atilio están las salas donde los muertos recibirán el adiós de los suyos. Pero, a juzgar por el sótano en el que este español cabrón trabaja, podríamos poner en duda la categoría del lugar: un sótano muerto (por supuesto) de pocas dimensiones, techo bajo y olor a rancio. Ahí dentro pasa sus días el protagonista de la obra, viendo pasar y pasar cuerpos sin vida, sobre los que intervendrá para que lleguen decentes arriba.
Este muerto no es como todos los otros, no. Este es un actor famoso, pero Atilio no pudo reconocerlo. El suicidio acabó desfigurándolo. El maquillador no sabe si podrá arreglarlo. Entre la pena de la muerte que se le presenta y la preocupación del trabajo imposible, corre a un viejo teléfono de disco para hablar con los de arriba. Su sugerencia como especialista es el cajón cerrado. Pero el dueño de la funeraria no quiere saber nada.
Entonces, comienza el vínculo entre ambos. El muerto es un buen escucha y un excelente paciente. Se banca las piernas de maniquí de mujer que le ponen, hasta el rubor en las mejillas se banca. Se banca las palabras de Atilio que reviven su infancia, su familia, su España natal. Es poco el tiempo que tardan hasta estar como chanchos, el viejo come y hasta caga con el cadáver adelante. Uno no hace esas cosas si no hay confianza.
Los dos tienen cosas en común.
Los dos están solos. Solos como la muerte. Aunque sigamos respirando, la muerte suele apropiarse de uno, viajando de afuera hacia adentro, y llega al alma, instalando el frío de la soledad que entra con cada inhalación.
El muerto, alguna vez actor, se irá con su público, que es el peor. El peor de los públicos, porque es efímero, llega y se queda un rato, tal vez una hora o más. Después se va. Y se va.
Ni el difunto ni Atilio volverán a saber de ellos.
Son las cosas de la vida. Son las cosas del teatro.
Un perfecto y preciso artificio, un sótano que nos hace preguntarnos si es mejor estar arriba o abajo, solos o acompañados, vivos o muertos. Cielo, infierno o purgatorio. Como ocurre con cada puesta de Andrés Binetti, el espectador va a tener que laburar.

Por Martha Silva para "La Otra"

Andrés Binetti (Llanto de perro y La Piojera) juntamente con Alejandro Lifschitz, el protagonista de esta obra, despliegan una serie de acontecimientos investidos de un humor negrísimo, desde el Teatro Anfitrión, todos los sábados a las 23:00 hs.
En escena aparece solo el maquillador de cadáveres de una funeraria y se supone que por esta razón esta obra es un unipersonal. Pero lo cierto es que de alguna manera están presentes no solo el viejo maquillador español sino el dueño de la funeraria, su hijo adolescente, el cadáver maltratado del actor famoso que debe embellecer, para presentarse ante el peor de los públicos -el más exigente- y una actriz famosa que mejor no nombrarla.
Además, de un modo u otro intervienen en roles destacados la Guerra Civil Española, la soledad, el exilio, la muerte y los argentinos con los cuáles este español tiene una relación más que conflictiva. La presencia de la muerte es palpable, pero no debe ser algo tan malo puesto que nadie se ha quejado, ni intentó retornar -nos dice este singular personaje vestido con un guardapolvo gris. Es la vida la que se torna nociva y absurda y desemboca en la muerte por mano propia, como ocurre con el rubio actor que ahí yace en la camilla, listo para ser embellecido.
Se despliega una seguidilla de chistes y situaciones macabras que hacen más soportable el dolor, sin dejar por ello de ser inquietantes. Todo el dolor del mundo, la soledad de un personaje, el viejo maquillador -labor maravillosa de Alejandro Lifschitz- que deja traslucir que con los muertos “sus muertos”, a los que embellece para partir de este mundo o para presentarse al otro, tiene una relación más laxa y satisfactoria que con cualquier otra persona que respire normalmente.
Detrás de las carcajadas estarán las referencias elípticas a otros lutos y otros exilios que más de uno ha conocido en este país.
Obras como esta quizás sean la prueba incontrastable de que las nuevas generaciones teatrales también cuentan aquella historia de duelo interminable, no acabado. Sólo que no lo enuncian, no redundan, no lo hacen obvio. En cambio, lo narran, lo actúan con absoluta solvencia.


Por Carmen Pereyra de "Reseñas de cine y vida"

Un maquillador de cadáveres y un cadáver: se establece el diálogo. No sé si es por la realización del cuerpo (Norberto Laino) o porque el yo hace las veces de en el intercambio verbal, pero la idea de que hay dos personas en escena se logra desde el primer momento.
Supongo que toda obra de teatro expone su propia teoría del teatro. Aquí esto se evidencia -por ejemplo- en el diálogo con el muerto: "te observarán una hora, se irán; te observarán una hora se irán". Tal vez por eso quien yace a la espera de maquillaje sea un famoso (ex) actor.
Así, el maquillador de cadáveres en su tránsito de voces (la suya y la del otro) se construye desde el otro y es inevitable que el espectador olvide que está frente a un actor; porque los dobles sentidos (de los que hacen reír, y de los que hacen reflexionar) señalan tanto adentro como afuera de la obra.

Se recomienda.

Por Miranda Trincheri de "Teatro Under"

Atilio tiene un oficio que le ha sido transmitido por su padre: prepara los cadáveres para los velorios. Él se considera un artista y hace su trabajo con dedicación y alegría pero esta vez el muerto es especial; por el estado en el que se encuentra (algo que los espectadores advierten rápidamente sin poder reprimir una risa nerviosa) y por quién ha sido (algo que irán descubriendo junto al protagonista). Durante una hora, en un sótano, Atilio prepara el cuerpo a la vez que conversa con él y entonces vamos conociendo su historia, sus ideas, sus sentimientos y podemos llegar a entender por qué se comunica mejor con los muertos que con los vivos. Las referencias cruzadas entre la vida, la muerte y el teatro son constantes y así, ciertos tópicos existenciales de larga tradición en la dramaturgia universal, son retomados para ser puestos en boca de una de esas personas que simplemente cuentan con la sabiduría que les proporcionó el haber vivido experiencias muy duras; tan duras como la guerra y el exilio y que, sin embargo, no han perdido la capacidad de reírse e imaginar. El texto, coescrito por actor y director, maneja fluida y dinámicamente los contrastes entre la alegría y la tristeza o entre el chiste y la reflexión más profunda. Alejandro Lifschitz, el actor, también despliega todo su oficio componiendo un personaje muy caracterizado sin por eso perder sensibilidad y llegada al público. Todo esto se sostiene por el trabajo de Andrés Binetti (de extensa trayectoria como director) quien realiza una dirección actoral muy precisa y detallada. Una obra que se vale principalmente del cuerpo de un actor para desplegar sensaciones que nos atañen a todos como seres humanos.