Atilio tiene un oficio que le ha sido transmitido por su padre: prepara los cadáveres para los velorios. Él se considera un artista y hace su trabajo con dedicación y alegría pero esta vez el muerto es especial; por el estado en el que se encuentra (algo que los espectadores advierten rápidamente sin poder reprimir una risa nerviosa) y por quién ha sido (algo que irán descubriendo junto al protagonista). Durante una hora, en un sótano, Atilio prepara el cuerpo a la vez que conversa con él y entonces vamos conociendo su historia, sus ideas, sus sentimientos y podemos llegar a entender por qué se comunica mejor con los muertos que con los vivos. Las referencias cruzadas entre la vida, la muerte y el teatro son constantes y así, ciertos tópicos existenciales de larga tradición en la dramaturgia universal, son retomados para ser puestos en boca de una de esas personas que simplemente cuentan con la sabiduría que les proporcionó el haber vivido experiencias muy duras; tan duras como la guerra y el exilio y que, sin embargo, no han perdido la capacidad de reírse e imaginar. El texto, coescrito por actor y director, maneja fluida y dinámicamente los contrastes entre la alegría y la tristeza o entre el chiste y la reflexión más profunda. Alejandro Lifschitz, el actor, también despliega todo su oficio componiendo un personaje muy caracterizado sin por eso perder sensibilidad y llegada al público. Todo esto se sostiene por el trabajo de Andrés Binetti (de extensa trayectoria como director) quien realiza una dirección actoral muy precisa y detallada. Una obra que se vale principalmente del cuerpo de un actor para desplegar sensaciones que nos atañen a todos como seres humanos.
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