El vinculo que crea el actor Alejandro Lifschitz con su imperturbable interlocutor es una de las claves para que la obra El peor de los públicos, del mismo Lifschitz y Andrés Binetti, dirigida por este último, atrape e inmiscuya al espectador en ese íntimo momento, en que una persona se encarga de preparar un cuerpo para ser exhibido en su funeral.
El actor le otorga tal carnadura a ese cuerpo inerte, que logra colocarlo casi a la altura de su trabajo: la forma en que le habla, las distintas maneras de manipularlo (en un principio con indeferencia, después sobre el final con un cuidado reverencial), los estupendos espacios para escuchar sus “respuestas”, hacen que de a poco se diluya la estructura dramaturgica de monologo, y se pase a una suerte de dialogo, aunque uno de los dialogantes ni abra la boca.
Por supuesto que lo que sostiene esta relación es la historia de vida de este hombre, que no cesa de contra su desarraigo, sus lazos familiares, sus ideales, y hasta su pensamiento sobre el sinsentido de la vida. También la obra se permite reflexionar acerca de la relación que se establece entre asistentes y difunto durante el velatorio.
El desgarrado cuerpo realizado por Norberto Laino aporta una cuota lúgubre a la obra. El diseño de luces y de escenografía diseñadas por Fernando Berreta crean un ámbito de una triste sordidez.
El peor de los públicos es una obra impregnada de soledades y humor negro, en que la ternura se empeña a salir entre las rasgaduras de las cicatrices.
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