Por Nadia Isasa de "Imaginación Atrapada"

Parece ser que existe un ¨diccionario de la muerte¨. Allí, se define a la tanatoestética como el conjunto de prácticas de conservación de los cadáveres, a corto o a largo plazo. Esto es, ¨lookear¨al muerto para su velatorio a cajón abierto, o embalsamarlo.
A eso se dedica Atilio, sólo que no sabe que así se llama su oficio. Se define como una especie de artista de la muerte, y llama carniceros al resto de sus colegas.
La tanatoestética es una propuesta agregada a los servicios fúnebres, presente en casas velatorias de determinado estatus. Arriba del taller de Atilio están las salas donde los muertos recibirán el adiós de los suyos. Pero, a juzgar por el sótano en el que este español cabrón trabaja, podríamos poner en duda la categoría del lugar: un sótano muerto (por supuesto) de pocas dimensiones, techo bajo y olor a rancio. Ahí dentro pasa sus días el protagonista de la obra, viendo pasar y pasar cuerpos sin vida, sobre los que intervendrá para que lleguen decentes arriba.
Este muerto no es como todos los otros, no. Este es un actor famoso, pero Atilio no pudo reconocerlo. El suicidio acabó desfigurándolo. El maquillador no sabe si podrá arreglarlo. Entre la pena de la muerte que se le presenta y la preocupación del trabajo imposible, corre a un viejo teléfono de disco para hablar con los de arriba. Su sugerencia como especialista es el cajón cerrado. Pero el dueño de la funeraria no quiere saber nada.
Entonces, comienza el vínculo entre ambos. El muerto es un buen escucha y un excelente paciente. Se banca las piernas de maniquí de mujer que le ponen, hasta el rubor en las mejillas se banca. Se banca las palabras de Atilio que reviven su infancia, su familia, su España natal. Es poco el tiempo que tardan hasta estar como chanchos, el viejo come y hasta caga con el cadáver adelante. Uno no hace esas cosas si no hay confianza.
Los dos tienen cosas en común.
Los dos están solos. Solos como la muerte. Aunque sigamos respirando, la muerte suele apropiarse de uno, viajando de afuera hacia adentro, y llega al alma, instalando el frío de la soledad que entra con cada inhalación.
El muerto, alguna vez actor, se irá con su público, que es el peor. El peor de los públicos, porque es efímero, llega y se queda un rato, tal vez una hora o más. Después se va. Y se va.
Ni el difunto ni Atilio volverán a saber de ellos.
Son las cosas de la vida. Son las cosas del teatro.
Un perfecto y preciso artificio, un sótano que nos hace preguntarnos si es mejor estar arriba o abajo, solos o acompañados, vivos o muertos. Cielo, infierno o purgatorio. Como ocurre con cada puesta de Andrés Binetti, el espectador va a tener que laburar.

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