Histrionismo para un público de velorio
José Luis, por algún motivo inconfeso, ha decidido suicidarse. Mientras vivía, supo ser un famoso actor, con amplia trayectoria en el cine nacional y partenaire de la Legrand, una hermosa mujer; el protagonista tiene ocasión, pues, de iniciar una serie de reflexiones y generalizaciones sobre todas las mujeres argentinas. José Luis se arrojó debajo de un tren la misma noche del estreno de su última película y ha quedado muy lastimado.
Por ello, Atilio, un maquillador de cadáveres, deberá desplegar su oficio para poder dejar el cuerpo en condiciones de ser velado a cajón abierto, mientras los productores del film usufructúan con la tragedia.
Esta es la anécdota que rige este unipersonal, en el que Alejandro Lifschitz despliega todo su histrionismo, al componer a un español radicado en la Argentina, con una historia personal tan intensa como vacía. Un pobre tipo cargado de verdades y principios que lo único que hacen es castigarlo y dejarlo en una soledad similar a la del suicida.
Por supuesto, una obra anclada en el universo funerario no puede sobrevivir, sino a través del humor negro, y permanentemente recurre a él para alivianar las emociones que despierta la situación de base.
Atilio conversa con los muertos de manera más natural que con los vivos. Cada llamada telefónica de uno de sus compañeros de trabajo lo ofusca, lo enoja. Sin embargo, con José Luis puede dialogar, dado que no se siente interpelado. Sus verdades pueden permanecer indemnes ante el silencio de sus cambiantes amigos.
Con una escenografía profundamente realista, con algunos pocos objetos de uso médico y estético, toda la responsabilidad recae en Lifschitz y en el muñeco que creó Norberto Laino, artista argentino que tiene una amplia experiencia en la creación de objetos antropomórficos, puesto que, recordemos, fue el escenógrafo de El Periférico de Objetos y de gran parte de los trabajos de Emilio García Wehbi. Y si bien no puede decirse que este muñeco despierte la sensación de realidad, sí está producido de modo tal que convoque a lo siniestro, en un mundo en el que las moscas amenazan con volver insoportable el descanso eterno del difunto.
Si bien hay momentos en que la escena parece detenerse y anclarse en ciertos tics innecesarios, el texto transcurre con fluidez. Lifschitz, además de conducir con habilidad el ritmo, logra despertar ternura en un personaje que, por definición, es sórdido, pero no tanto por su oficio o por sus rutinas, sino por sus propias represiones, que lo han dejado a un costado de la vida. Para Atilio no será necesario tirarse debajo de un tren, y tal vez el motivo por el que se lleva tan bien con los muertos sea precisamente porque él es uno de ellos, aunque todavía no se haya enterado.
Calificación: Buena
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